Con un rugido ensordecedor, el arma de Vishnu apareció en la mano de Parasurama. Se lo entregó al príncipe, sereno a pesar del peligro que se avecinaba. Rama lo tomó sin esfuerzo, mirándolo con calma, sin ninguna ansiedad. Parasurama estaba asombrado: ¿cómo pudo ese joven príncipe, después de romper el arco de Shiva, sostener el de Vishnu en su mano? Entonces comprendió: sólo el propio Vishnu podía hacer tal cosa. Y los dos desaparecieron de la vista de todos.
“Tú eres el Dios Supremo, Vishnu encarnado en la tierra,” oró Parasurama con las manos juntas. “Perdona mi descaro; no sabía quién eras en realidad.”
Rama colocó una flecha en el arco y estiró la cuerda.
“Una vez colocada, esta flecha ya no se puede retraer. Tiene que golpear y destruir algo. Dime, ¿qué quieres que destruya?” Preguntó Rama con firmeza.
“Destruye los planetas que he llegado a merecer por mis austeridades,” fue la respuesta.
Y la flecha terrible se disparó y destruyó esos planetas. Ofreciendo reverencias a Rama, el brahmana desapareció.
Finalmente, Dasaratha vio reaparecer a su hijo, pero no podía entender cómo había escapado de tal peligro. Poco después se fueron y llegaron a Ayodhya. Su llegada fue celebrada por la gente que los esperaba.
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